"¡Miren lo que he encontrado!" Proclamó la voz de Arthur mientras entraba orgulloso por la puerta principal de la casa de su familia, con una extraña semilla ahuecada en sus pequeñas manos. Los últimos rayos de luz del día entraban a través de la puerta abierta, iluminando la modesta casa y el mobiliario que reflejaba la vida sencilla de una familia en el campo de Luterania.
Arthur miró alrededor de la habitación, buscando el reconocimiento de sus padres. Por fin le habían dejado salir fuera de su granja en Luterania Oriental, y estaba orgulloso de los hallazgos en una de sus primeras aventuras.
"¿Qué es, Arthur? ¿Una semilla?" Preguntó su padre.
"¡Sí, pero huele bien!” Exclamó con euforia Arthur. Su padre se mostró sorprendido ante la respuesta de Arthur, pero no preguntó nada más, aparentemente poco interesado en algo tan mundano como una semilla. Se hizo un momento de silencio en la casa antes de que otra voz sonara desde el otro lado de la habitación.
"¿Puedo?" Arthur se giró para ver a su abuela cerca de la chimenea en la pared del fondo, y trotó hacia ella inmediatamente, sin que la apatía de su padre pudiera frenar su juvenil excitación.
Arthur dejó caer la semilla en su palma extendida. Entrecerró los ojos, la miró fijamente y, luego, le dio un par de vueltas. Respiró, inhalando el dulce y extrañamente agradable aroma que emanaba de la semilla. “Si esto es lo que creo que es, a juzgar por el olor, creo que has encontrado una semilla de Mokoko. De hecho, es muy rara y especial".
"¿Una semilla de Mokoko?” dijo Arthur, confuso pero curioso.
"Nunca antes había visto una, pero conozco las leyendas. Siéntate aquí.", continuó, dando una palmada en la silla de al lado. "Te contaré lo que he oído sobre ellas".
“Hace mucho tiempo, los gigantes libraron una guerra y su hogar se hundió en el océano. Muchos no sobrevivieron, y los pocos que lo hicieron se sumieron en un largo y profundo sueño a través de los océanos de Arkesia para conservar lo que les quedaba de su poder. He oído que uno de ellos se llamaba Tortoyk y era especial, incluso entre los gigantes. Había heredado el poder de crear seres vivos, así que comenzó a producir nuevas criaturas. Finalmente, cuando Tortoyk se quedó quieto en el océano, su propio cuerpo se convirtió en el hogar de sus criaturas, una isla idílica en el mar".
Arthur miró incrédulo a su abuela. La guerra y la muerte no eran conceptos extraños en Luterania, ni siquiera para un niño, pero las historias de gigantes lo suficientemente grandes como para convertirse en islas, y ni hablar de que podían crear vida, sí lo eran.
"El poder de Tortoyk es lo que creó al pueblo Mokoko, la semilla que tienes ahora. Nunca he conocido a ninguno, pero he oído que son un pueblo pequeño y amable, aman la naturaleza y vive en la isla hasta el día de hoy. Verás, el único lugar en el que estas semillas pueden brotar es allí. Quién sabe cuánto tiempo ha estado la semilla en el bosque, sin poder germinar".
“Se dice que la aldea de Mokoko es un lugar hermoso, escondido y sin muchos conflictos, y que sus habitantes viven allí sin preocupaciones. Pero un día, todo cambió. Antes de que el gigante Tortoyk estuviera sumido en su sueño..." La abuela se quedó sin palabras y se acercó al fuego. Las llamas bailaban en sus ojos. Los ojos de Arthur, a su vez, se llenaron de asombro y se clavaron en los de su abuela mientras se sentía atraído, curioso y cautivado por el relato.
“ACHÍS", gritó la abuela. Arthur se echó hacia atrás, sorprendido, y casi se cayó de la silla. Las comisuras de la boca de la abuela se curvaron mientras un atisbo de sonrisa recorría su rostro.
"Tortoyk estornudó con la única fuerza que puede reunir un gigante. Las semillas del pueblo Mokoko se elevaron en el aire y el viento las esparció por todo el mundo. Cayeron en toda Arkesia, y necesitan ser llevadas de vuelta a Tortoyk para convertirse en el pueblo Mokoko que estaban destinadas a ser".
"No le llenes la cabeza con esas tonterías", soltó el padre de Arthur desde el otro lado de la habitación, con cerveza que salpicaba en su jarra mientras hacía gestos y negaba con la cabeza. La abuela lo fulminó con la mirada, se giró de nuevo hacia Arthur y continuó.
"Sí, podría ser solo un cuento", dijo la abuela. "Pero un día, tal vez, te aventures a cruzar el mar y lo descubras por ti mismo", dijo, sonriendo una vez más. Le devolvió la semilla a Arthur, cuyos jóvenes ojos rebosaban de esperanza. La recogió de su mano, con una veneración renovada en su ligero agarre.